jueves, 3 de abril de 2008

Epopeya en tres actos


Primer acto

Se fue Pepín Liria a la puerta de chiqueros, a recibir al último toro que mataba en la Maestranza. Salió el toro y en el momento que le marcaba el cambio perdió las manos el animal, lo justo para dejar al descubierto al torero. De forma que a Pepín le arrolla el toro como un mercancías y milagrosamente -y cuando lo digo, lo digo en sentido literal- se libra de la cornada por dos veces. Sale entonces la rabia y el pundonor del murciano, que arma el capote y se mete en una pelea con el victorino rematada con torería. Los pelos de punta y también esto es literal.

Brindó el murciano al público y se metió en harina con un toro que venía crudo del caballo. Por la derecha le hizo tragarse los muletazos uno tras otro. Probó entonces con la zurda y el victorino le echó el guante en el primer descuido. Paliza tremenda y de nuevo milagro, gracias entre otras cosas al quite espectacular de un subalterno que se colgó -así como suena, cual forcado lusitano- de los pitones. Se levantó Liria y sin mirarse siguió toreando. ¿Suficiente para declarar la apoteósis? Aún quedaba lo mejor. Estoconazo recetado en los mismos medios que a cualquier otro lo hubiese tumbado sin puntilla. Pero estamos hablando de victorinos. Estampa bellísima del toro en el centro del ruedo, con la boca cerrada, tragándose la muerte y Pepín Liria andando a su alrededor. Quizá fue un minuto, o dos, no lo sé, pero fue de esas cosas que se te quedan grabadas para siempre. Por fin cayó el toro y los tendidos se poblaron de pañuelos. Una oreja de ley y fuerte petición de la segunda. ¿Excesiva? En otras circunstancias, seguro, pero tampoco hubiese desentonado. En cualquier caso, el murciano dio dos vueltas al ruedo que disfrutó al máximo y se llevó el respeto eterno de la afición sevillana. Y el mío, que estamos hablando de uno de los toreros más honrados que yo haya visto.

Segundo acto

Salió Lazarillo por chiqueros y Manuel Jesús Cid lo vio claro. A partir de ahí empezó a funcionar con la precisión de un reloj suizo con un único objetivo: mimar al toro. No se puede usar el capote con menos brusquedad, no se le puede llevar al caballo con más delicadeza, no se puede estar más pendiente de la lidia. Tanto que hasta contagió a su cuadrilla, que hay que ver qué forma de bregar de El Alcalareño en banderillas. Había que seguir haciendo las cosas bien y el Cid brindó el toro a Pepín Liria. Y allá que se fue, a doblarse con él, dejándonos el anticipo de muletazos por bajo rematados con un trincherazo eterno. No hubo más preámbulos ni concesiones, la muleta a la izquierda y dio comienzo el festival de naturales, plenos de suavidad en el toque inicial, de torería en el embarque y de largura en los remates. Así uno tras otro y el toro respondía, pero ¡ay, amigo! a la mínima duda, miradita al canto. Y es que estos son Victorinos: si le haces bien las cosas se entregan pero como te vayas de la faena un momento te la lían. Viene esto al caso porque el toro pareció mucho mejor de lo que fue precisamente por la labor de El Cid, que le tapó los defectos y le exprimió sus virtudes. Todo lo hizo bien el de Salteras menos poner la guinda al pastel. Lo que podría haber sido una faena de dos orejas se quedó en nada por culpa del mal uso de la espada. Pero El Cid sigue siendo, hoy por hoy, el torero que más me motiva ver.

Tercer acto

A Melonito le faltó decisión para pelear en varas pero apuntó maneras. Le faltó decisión para pelear en banderillas pero allí estaba Antonio Ferrera para compensarlo. Que dos pares puso, oigan, dejándose ver completamente, dándole todas las ventajas al toro, acercándose ¡a tres metros andando! No era santo de mi devoción el extremeño pero al césar lo que es del césar.
A estas alturas Melonito debió decidir que era el momento de unirse a la fiesta. Y cuando Ferrera le puso la muleta por la izquierda y lo enganchó estupendamente el victorino respondió humillando como ninguno de sus cinco hermanos. La faena bajó el tono por el lado derecho y nuevamente la espada impidió que hubiese orejas. Y aquí es donde la presidenta se columpió. Me recordó a esos árbitros de fútbol malos, que pitan un penalty que no es para compensar una equivocación anterior. La bronca del respetable por no conceder la segunda oreja a Liria le remordió la conciencia y otorgó la vuelta al ruedo al toro. Que fue bueno, sí, pero no para tanto.

Epílogo

Verdecito, Milonguero, Lazarillo, Gallareto, Melonito y Paquito. Cada uno con sus características, unos mejor, otros peor, todos tuvieron el denominador común de la emoción y la casta. Todos murieron con la boca cerrada y todos hicieron que cobrara importancia lo que hicieron los tres torerazos que se pusieron delante. Así que GRACIAS, don Victorino Martín por criarlos.

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