Treinta y un tardes pegado al televisor, compartiendo el tendido virtual de Las Ventas con un puñado de buena gente, cada uno de nuestro padre y nuestra madre, con distintas visiones y distintas tauromaquias en la cabeza. Casi doscientos toros han salido por esos chiqueros y ha tenido que ser el último día el que nos ha puesto de acuerdo a todos.
Miura y su leyenda a cuestas y enfrente un hombre por el que uno había apostado fuerte al inicio del festejo. Un hombre que nunca me defrauda, a pesar de que esta mierda de tinglado que se tienen montado le condena a matar cuatro corridas mal contadas y con hierros de los que piden el DNI.
Pero le da igual. Él se entrega desde el principio y le da las buenas tardes con una larga cambiada. Y brinda al público y empieza toreando de rodillas. Y lo coge largo, y le baja la mano, y le traga una barbaridad. Y cambia de pitón y pega el mejor natural que hemos visto en estos treinta y un días. Y cuando todos estamos soñando con una de las faenas de la Feria, la espada, maldita sea, le vuelve a privar de un triunfo gordo. Como en 2009 con un toro de José Escolar. O ese mismo año con otro Miura en Sanfermines.
Y a la tercera llega la estocada que esperábamos para pedirle las orejas y salir por la Puerta Grande. Y brotan las lágrimas en el rostro del torero. Y nos contagia a muchos, que nos rompemos las manos a aplaudir mientras da una vuelta al ruedo que tiene más peso que algunas orejas.
Se anuncia Rafaelillo en los carteles pero, hacedme caso, si os lo encontráis tratadle de Don: Don Rafael Rubio Luján, ¡torerazo!
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