martes, 2 de junio de 2020

Diario de una familia enclaustrada: día 82

Hace unos días os hablaba de la Feria de la Ascensión que se celebra en Oviedo. Hoy ha tocado continuar la festividad del llamado Martes de Campo, que coincide con el primer martes después de Pentecostés. Los orígenes de la fiesta se sitúan nada menos que en 1232, cuando una rica dama de la sociedad ovetense, Velasquita Giráldez, donó sus bienes a la cofradía de sastres de la ciudad. 

En época más reciente se creó la Sociedad Protectora de la Balesquida, que así se llama también a la fiesta, encargada de organizar los actos, entre los que destaca la entrega del bollo (relleno de chorizo) y una botella de vino a los cofrades. La costumbre -que a mí me recuerda en cierto modo al Lunes de Aguas salmantino y su hornazo- es comer el bollo en el campo con amigos y familiares.

El caso es que a nosotros lo del bollo no nos va mucho y solemos aprovechar el día de fiesta para hacer alguna excursión. La que más repetimos es a Avilés, porque allí vivimos de recién casados casi dos años y ya sabéis que el criminal siempre vuelve al lugar del crimen. Comimos, aprovechamos para hacer compras y apuramos hasta bien entrada la tarde a pasear por esas calles que conocemos bien.

Pero hoy hubo sorpresa. Aroa mataría por tener en casa un perro, un gato, un conejo, en fin, cualquier bicho viviente. Y por más que lo ha intentado no nos convence ni a su madre ni a mí. Así que mientras comíamos surgió la conversación, porque teníamos pendiente su regalo de cumpleaños, que recordaréis que nos pilló confinados. Y como en la vida hay que saber ceder, llegamos a un trato. 

Perro no, porque su hermana mayor les tiene pánico y aparte, ya sé yo a quien le iba a tocar sacarlo. Gato tampoco, que bastante tenemos ya en casa como para preocuparnos de otro "hijo" más. El resto de especies -roedores, reptiles- directamente descartados. Ahora, una pecera pequeña, que no da olores, ni ruidos, sería negociable. Y la pobre, más buena no puede ser, se ha puesto tan contenta y ya no veía el momento de ir a la tienda.

Y claro, un pez solo no, angelico mío todo el día dando vueltas a él solo. Así que ampliamos a dos, que David dijo que él se encargaba. Y ya metidos en harina, Leire decidió que ella también se apuntaba y quería otro. Resumiendo, que salimos cinco de casa y hemos vuelto ocho. Y ahora tengo una pecera en el salón que no me hace mucha gracia, la verdad. 

Pero vale la pena sólo por ver sus caras de ilusión. Y la de los niños, también.  


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