jueves, 4 de junio de 2020

Diario de una familia enclaustrada: día 84

Continuando con la vuelta a la normalidad, hoy nos tocaba visita al dentista para la revisión de la ortodoncia de Aroa. Ya nos habían advertido cuando nos llamaron para darnos cita de las medidas de seguridad, así que ibamos preparados. Pero una cosa es la teoría por teléfono y otra la práctica in situ. 

Por supuesto, la mascarilla puesta desde casa, ya decíamos días atrás que es un complemento plenamente integrado en nuestras vidas. A la entrada de la clínica, otro compañero ya habitual en nuestras salidas, el bote de gel para las manos. Pero además, primera novedad, hay que colocarse unas calzas desechables en los zapatos. A continuación, toma de temperatura en la frente con un termómetro digital. Naturalmente, pasamos la prueba sin problemas y a la sala de espera. 

Hasta ahora entrabas y te sentabas donde querías o podías. Ahora te indican el sitio, por aquello de mantener las distancias. La sala de espera se ha convertido en un lugar frío: donde antes había una pila de revistas para leer, ahora unos tristes carteles donde se advierte de su retirada para evitar contagios son los únicos inquilinos de unas vacías estanterías.

Y la última señal de los nuevos tiempos es la ropa del personal de la clínica. Las batas de colores han dado paso a unos buzos blancos y pantallas faciales, que te dan la sensación de estar en mitad de la central de Chernobyl cuando la movida de 1986. Que si lo piensas, hay bocas que pareciera que les ha estallado un reactor nuclear entre las muelas. De hecho, hay escapes radioactivos menos agresivos que algunos alientos. Toda mi admiración para esos dentistas, héroes anónimos que se atreven a entrar en esas zonas catastróficas.

Así que tampoco van muy desencaminados con la indumentaria.  



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