sábado, 13 de junio de 2020

Diario de una familia enclaustrada: día 93



Hoy hace cincuenta años que se casaron mis padres. Y ya me puedo esmerar, porque lo único que va a consolar a mi madre de la pena de no poder celebrar las Bodas de Oro junto al hombre de su vida es que me salgan unas letras a la altura de la efeméride. Así que vamos allá.

Había imaginado este día de muchas maneras. Al principio -cuando no contábamos con que el destino nos la iba a jugar y se iba a llevar a mi padre tan pronto- como una gran fiesta, al estilo de la que celebramos hace veinticinco años. Luego nos tuvimos que acostumbrar a que ya nada sería igual sin él.

Y aún así, yo estaba empeñado en que hoy montáramos algo gordo, que es lo que a él le hubiera gustado. Pero tuvo que llegar el puto virus a amargarnos la vida y tampoco va a poder ser. Ahora comprenderéis mejor porque en varias ocasiones he dejado aquí escrito que me corría más prisa poder ver a los míos que tomar una sidra.

En la vida hay que tener suerte. Es cierto que una parte de la ecuación consiste en que la busques tú mismo pero hay otra que no eliges y ahí es donde influye el capricho del azar. Mis hermanos y yo no podemos tener queja. Habrá más como ellos, seguro. De hecho, yo conozco a algunos. Pero si nos piden que pongamos un ejemplo de pareja no necesitamos buscar fuera de casa, mis padres son el modelo perfecto.

Cuando te planteas construir una familia hay algo que resulta imprescindible. Igual que los ladrillos de un edificio no son sino frágil equilibrio sin la argamasa que los une, una familia sin amor puede durar, sí, pero tarde o temprano termina por desmoronarse. Y de amor, estos dos iban sobrados, eso hemos tenido ocasión de comprobarlo muchas veces. Incluso cuando discutían, que naturalmente lo hacían. Pero por fuerte que fuera la bronca siempre ganaba la partida el amor.

No hay más secreto. Porque el amor no es solo atracción física, ni cariño. Es también saber perdonar, saber comprender, saber morderte la lengua a veces, saber aceptar, en definitiva, los defectos del otro. Como el otro acepta los tuyos.

Luego vienen las cosas menos importantes. Necesarias, de acuerdo, pero no imprescindibles. Me refiero a los ingresos o a la posición social. Y aquí ya puedo hablar por experiencia propia. Cuando vienen mal dadas, puedes vivir con menos dinero, es cuestión de amoldarse. Pero si falta lo fundamental, entonces hay que tararear la canción de El Último de la Fila: cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana.

En el caso de mis padres es evidente. Cuando murió mi padre, su situación económica era la mejor de su vida. Cinco hijos ya fuera de casa, en la cumbre de su carrera profesional, la situación ideal, menos gastos y más ingresos. Pero no creo que fueran más felices que en otras circunstancias. Al menos ese es mi recuerdo, la felicidad en mi casa nunca estuvo ligada a cosas materiales.

Yo he visto a mi madre echar muchas cuentas, acostarse de madrugada cosiéndonos ropa a toda la familia para ahorrar y a pesar de todo, muchas veces llegar a fin de mes con lo puesto. Y todo ello sin escatimar nunca un duro en nuestra educación -la mejor herencia que nos podrían dejar- y sin que nunca sintiéramos que nos faltaba nada, cuando nos comparábamos con otros que -aparentemente- lo tenían todo. Pero era justo al contrario, muchos de esos se hubieran cambiado por nosotros si hubiesen sabido que de nada sirve tener quince juguetes si no tienes con quien jugar.

Yo he visto a mi padre muchos años pegarse una paliza de kilómetros cada viernes para llegar a casa y estar con los suyos. Y el domingo por la tarde, vuelta a empezar. Otros preferían la “libertad” de estar fuera de casa, sin mujer y sin hijos, y quedarse allí donde estaban. Él no. Así que, cuando sonaba la llave en la puerta, eso también era felicidad. Y eso no se compra, se tiene un padre así o no se tiene.

Así que nos encontramos en la situación que muchas veces recuerda mi madre: cuando más dinero podían manejar resultó que lo que necesitábamos tampoco se podía comprar. Y mi padre, después de trabajar como un burro toda su vida, se quedó con las ganas de ejercer de jubilado cuando lo tenía todo, tiempo y dinero, pero le faltó lo esencial, la salud.

Muchas veces le he dado vueltas a esa aparente incongruencia del destino. Y como no llego a ninguna conclusión, al final recurro como siempre a la reflexión con cierto poso teológico que hacía mi padre: las cosas pasan por algo. Tenía otra muy célebre y muy cierta, que fue la que le grabamos en su tumba: los buenos momentos hay que buscarlos, los malos vienen solos. Que razón tenías, Ramón.

Así que aunque sea fuera de fecha, aunque nos cueste las lágrimas, aunque tengamos que ir con mascarilla, con peineta o con guantes de boxeo, buscaremos el momento y como hay Dios que lo vamos a celebrar. Tu mujer, tus cinco hijos, tus tres nueras y tus nueve nietos.

De momento, hoy lanzo una felicitación al cielo y me guardo uno más en la mochila de los besos pendientes para cuando nos dejen movernos y podamos ir a Salamanca.

¡Felicidades, pareja🥰

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