lunes, 18 de mayo de 2020

Diario de una familia enclaustrada: día 67

Tal día como hoy pero del año pasado se cumplieron las bodas de plata de una obra de arte. En todos mis años como aficionado, probablemente la faena que más me ha marcado. La firmó Julio Aparicio, un 18 de mayo de 1994 en el día de su confirmación de alternativa en Madrid. Hoy he vuelto a verla -y van ya varias decenas de veces- y me sigue poniendo la carne de gallina.

La tarde iba regular. Ya había comenzado la cosa torcida, con la mitad de la ganadería titular, Manolo González, rechazada en el reconocimiento. La propia empresa, a la sazón los hermanos Lozano, remendó con su hierro de Alcurrucén. De forma providencial, como veremos luego. Alternaban en el cartel Ortega Cano y Jesulín de Ubrique, que pasaron sin pena ni gloria.

Pero llegó el quinto toro. Cañego, número 67 en el lomo y nacido en diciembre de 1989. La ficha lo definía como negro chorreao, sin mucha aparatosidad de pitones para lo que acostumbra Las Ventas. En los primeros tercios no dijo nada, con tendencia a quedarse corto y distraído. Nadie dábamos un duro por él salvo Aparicio, que lo lidió con mimo y algo le debió ver en los dos quites que hicieron sus compañeros de cartel.

El caso es que llegó a la muleta con los mismos defectos que había cantado hasta entonces. El inicio de faena, cerrado en tablas, el de Alcurrucén gazapeando y varios pases de tanteo. Parecía que la faena no iba a pasar de ahí pero en ese momento se produjo el milagro. Algo en la cabeza del torero hizo clic. Se separó del toro, que quedó entre las rayas de picar y se marchó al mismo centro del ruedo. Murmullos del público, expectación, muleta adelantada, ¡vente!, el toro lo piensa, paso adelante, ¡venteeee! Y ahí salió el fondo del encaste Núñez. Primero un pasito, luego otro, un tímido galope y de pronto la arrancada.

Dos pases sin obligarlo mucho pero el tercero, ¡ay el tercero! Y el cuarto, y el quinto y el cambio por la espalda y el remate de pecho. La plaza ya rugía. Otra serie con la derecha, cuatro muletazos con la mano izquierda como ingrávida, descolgada del cuerpo erguido que construía una escultura con la embestida del toro en cada pase. Un cambio de mano eterno y un trincherazo para firmar la obra.

Por si la faena no tenía aún categoría de grande, muleta a la mano izquierda y uno, dos, tres, cuatro naturales de los de reventar la plaza y el de pecho, ahí queda eso y el que quiera aprender a Salamanca. Otra serie con la derecha, ya la locura instalada en los tendidos, recuerdo que para entonces yo ya estaba de rodillas delante del televisor.

A por la espada de verdad y quedaba aún la guinda. Rodilla flexionada, tres pases por bajo a todo lo que daba de sí la embestida del toro y el remate de pecho para quedar colocado y perfilarse para la estocada. Cesaron los oles, se hizo el silencio, se montó sobre las puntas de las zapatillas dos veces, muleta al hocico y estocada de las que valen una oreja por sí misma. Aparicio salió de la suerte con la mirada perdida, llamando a las puertas del extasis que se avecinaba.  Cayó el toro casi de inmediato y el presidente concedió el doble trofeo sin una duda. Por cierto, que era mi paisano, ya fallecido, Marcelino Moronta, un extraordinario aficionado.

La crónica de Joaquín Vidal se tituló Soñar el toreo. Y arrancaba así: Fue el toreo soñado. Fue el toreo que los diestros con torería intensa rumian en las duermevelas de las corridas, cuando se amalgaman en los vericuetos del pensamiento los sueños de gloria y los presagios de tragedia.

¡Ya me están dando ganas de verlo otra vez!

PD: Disculpad el arrebato los menos aficionados pero hoy me lo pedía el cuerpo. Aparte de la efeméride necesitaba desengrasar de las faenas del gobierno. Que más que faenas, son putadas...


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